PERSECUSIÓN TRES
Lugar: Metro Coyocacán
Día: Martes 28 de junio de 2005
Hora: 8:30 a.m.
Francisco Razo
Llegué al andén del metro Coyoacán con la intención de hacerlo. Fijé mi atención en los usuarios que esperaban detrás de la línea amarilla de seguridad la llegada del convoy. Me detuve unos pasos atrás para observar con mayor cuidado y sigilo. Titubee en la idea de lograr mi objetivo así que agudice la vista y los sentidos. De pronto la vi: inmóvil, con la mirada anclada al piso y una fragilidad expuesta en sus brazos caídos. Vestía un pantalón y un saco gris. El uniforme de su trabajo: supuse. Tenía el cabello teñido de un naranja gastado. Permanecía indiferente al murmullo de la multitud. Recargada contra un muro al que parecía robarle fuerzas para seguir de pie.
Día: Martes 28 de junio de 2005
Hora: 8:30 a.m.
Francisco Razo
Llegué al andén del metro Coyoacán con la intención de hacerlo. Fijé mi atención en los usuarios que esperaban detrás de la línea amarilla de seguridad la llegada del convoy. Me detuve unos pasos atrás para observar con mayor cuidado y sigilo. Titubee en la idea de lograr mi objetivo así que agudice la vista y los sentidos. De pronto la vi: inmóvil, con la mirada anclada al piso y una fragilidad expuesta en sus brazos caídos. Vestía un pantalón y un saco gris. El uniforme de su trabajo: supuse. Tenía el cabello teñido de un naranja gastado. Permanecía indiferente al murmullo de la multitud. Recargada contra un muro al que parecía robarle fuerzas para seguir de pie.
El aire se quebró con el usual sonido del metro corriendo sobre las vías. Me acerqué a donde ella estaba, acechándola. Aproveché la ausencia de su mirada para pegarme a sus pasos débiles y sin ánimo. Abordamos al mismo tiempo. Ella como dueña de su espacio y yo como el intruso que aprovechaba su rutina para perseguirla.
Miré un pequeño prendedor en el que se leían las siglas del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Su mirada seguía vagando, imaginando, quizás, el sentido de sus pensamientos. El tren avanzó cuatro estaciones antes de que se desocupara un asiento. Mi presa se giró y con movimientos indiferentes se sentó. Desvié la atención hacia los demás pasajeros. Todos refugiados en el único fragmento de intimidad que se puede compartir en ese sitio: los pensamientos. Me relaje un poco. Ella estaba de espaldas a mí.
La chicharra gimió. El metro reanudaba la marcha. Se quedaba atrás una estación más de la que no supe ni siquiera su nombre. Mi destino eran los pasos de aquella mujer que olía a tristeza, las escalas no me importaban.
Cuando acechas, debes cuidar las espaldas. En cualquier momento puedes convertirte en presa sin que lo sepas. Recargado contra la puerta del fondo del vagón lo supe: dos ojos, como escopeta de doble boca, apuntaban hacia mí; reforzados con delineador negro me miraban desde el lado opuesto a donde yo estaba. Alguien, que no era mi víctima, me observaba con detenimiento. Por un momento me turbé, sintiéndome en evidencia. Recuperé la calma cuando la vi bajar en la siguiente estación.
Estación Niños Héroes. Mi ingenua solitaria se levantó. Preparé mi salida. Descendió del vagón. Caminé su camino. Evadí a los mismos transeúntes. Ella me guiaba con su cabello quebrado y con sus manos protegiendo su bolso. Su mirada acariciaba el piso, como confirmando la misma ruta de ayer; la que ha seguido desde hace no sé cuántos años.
Los dos vimos el edificio del Tribunal aparecer ante nosotros cuando salíamos de las entrañas de la ciudad. Miró su reloj, apuró el paso y alisó su cabello. La calma que portaba en el vagón la perdió cuando estuvo en la superficie. En ese momento casi corría, así cruzó la calle. La luz verde en el semáforo desencadenó un río de autos que no pude cruzar. Ella siguió sin mirar hacia atrás. Subió la escalera del edificio gris y la perdí de vista cuando entró por la puerta principal. Me giré y regresé en busca de mi ruta. Ella se quedó atrás, con su mirada triste, leyendo conflictos que debía resolver. Yo avancé con una soledad que me hizo extrañarla.
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