PERSECUSIÓN CINCO
Lugar: Plaza El Yaqui en la calle de José María Castorena.
Fecha: 24 de Junio, 2005 a las 4:20 p.m.
Una blusa de seda negra
Daniela San Román
Ahora mismo estoy parada en la esquina de la calle J.M. Castorena, afuera de Plaza El Yaqui, atenta al bombardeo humano que sube y baja de los incontables microbuses que aquí se detienen. Pasa frente a mí un vivo representante del sedentarismo, que me aleja rápidamente con su penetrante olor a macho y los mapas de sudor que se han formado bajo sus brazos. Mi siguiente prospecto es una fiel seguidora de las mallas de red, escote amplio y labios bien pintados, pero antes de que pueda acercarme un poco más a ella, es abordada por un hombre de dientes amarillos que la espera con un clavel en la mano y una sonrisa que delata sus más profundas perversiones. Empiezo a sentir un hormigueo en el estómago cuando veo bajar tranquilamente de uno de los camiones a doña Rosa, así he decidido llamarla para facilitar las cosas ahora que me tomo la libertad de invadir su privacía. Doña Rosa es una mujer que lleva puestos dignamente sus aproximados sesenta años de paseo por esta vida y sería una modelo perfecta para Fernando Botero, tiene el pelo corto y teñido, ojos grandes y mal pintados, una vestimenta impecable y rastros de talco para bebé en el cuello, cuyo olor me hipnotizó desde el principio.
Fecha: 24 de Junio, 2005 a las 4:20 p.m.
Una blusa de seda negra
Daniela San Román
Ahora mismo estoy parada en la esquina de la calle J.M. Castorena, afuera de Plaza El Yaqui, atenta al bombardeo humano que sube y baja de los incontables microbuses que aquí se detienen. Pasa frente a mí un vivo representante del sedentarismo, que me aleja rápidamente con su penetrante olor a macho y los mapas de sudor que se han formado bajo sus brazos. Mi siguiente prospecto es una fiel seguidora de las mallas de red, escote amplio y labios bien pintados, pero antes de que pueda acercarme un poco más a ella, es abordada por un hombre de dientes amarillos que la espera con un clavel en la mano y una sonrisa que delata sus más profundas perversiones. Empiezo a sentir un hormigueo en el estómago cuando veo bajar tranquilamente de uno de los camiones a doña Rosa, así he decidido llamarla para facilitar las cosas ahora que me tomo la libertad de invadir su privacía. Doña Rosa es una mujer que lleva puestos dignamente sus aproximados sesenta años de paseo por esta vida y sería una modelo perfecta para Fernando Botero, tiene el pelo corto y teñido, ojos grandes y mal pintados, una vestimenta impecable y rastros de talco para bebé en el cuello, cuyo olor me hipnotizó desde el principio.
Trato de mantener una distancia razonable y la sigo incómodamente hasta La Parisina. Desde que entro me siento invadida por un mar acalorado de texturas y colores, retazos y precios bajos en canastas sin orden, mujeres insatisfechas que atienden de mal humor. Pero no me distraigo, doña Rosa está feliz viendo las organzas y las gasas, se enrolla en cada tela como un tamal que pronto saldrá a la venta, pregunta el precio por metro y se ve muy decidida a hacer su compra. Yo me detengo en el tergal, en las sedas y he respondido más de cuatro veces que sólo estoy viendo, si necesito ayuda yo la pediré. Doña Rosa me ha dirigido un par de miradas fulminantes, tal vez ha descubierto que no soy una amante de las telas como ella, y hasta parece ofendida. No quiero que sospeche, así que discretamente me acerco a una de las vendedoras y le pido dos metros de seda negra, no tengo idea de qué podría hacer con esa tela, pero eso me ha hecho ganar una sonrisa de doña Rosa. Voy a la caja, pago y salgo de la tienda fingiendo hacer una llamada por teléfono para poder esperar afuera. He estado en la puerta como diez minutos, mientras mi querida y talqueada víctima sigue indecisa en los colores, sus preferidos son los lilas y verdes, pero también busca algo que sea combinable. Puedo verle sus tobillos y me hacen sonreír, son un par de jarrones chinos que deambulan de un lado a otro disfrutando de las múltiples texturas y estampados que la rodean.
Por fin ha elegido sus telas, las paga en efectivo y sale cargada con un par de bolsas en cada mano, lo que la hace ver aún más redondita de lo que es. A mí empieza a gustarme esto de espiar la vida de alguien más, sobre todo porque creo que doña Rosa debe tener algún amante que fantasea al verla como un polvorón al quitarle la ropa. Y me intriga pensar que ahora vamos a su departamento. Salimos de la plaza y los jarrones chinos no se detuvieron para tomar un camión; decidieron caminar. Yo la sigo como si nada, algunas de las flores del vestido de Doña Rosa ya están marchitas, quizá en ella las telas recobren una vida que yo no conocía. Sus pasos son firmes y cortos, muy rápidos para su edad, pero tal vez lleva prisa por encontrarse con ese amor carnal que devuelve la ilusión por vivir.
Avanzamos cuatro cuadras y media, ella no ha volteado hacia atrás ni una sola vez, yo me siento tranquila. Ahora se detiene en una casa del tipo “polly pocket” y con toda la confianza del mundo abre la reja y entra decididamente. Yo empiezo a sentir nervios y alcanzo a leer un letrero en la puerta: MODISTA, COSTURA DE ALTA CALIDAD, PASE UD. Yo seguí caminando con paso lento, pude haber terminado mi intento de espionaje ahí, pero una culebra de curiosidad se agitaba en mi estómago y pensé que con dos metros de seda negra en mi poder, no sería tan extraño visitar ese lugar. Regresé y toqué en la reja con una llave. Una cara amable y conocida asomó para abrirme. Era doña Rosa, me preguntó qué se me ofrecía y yo titubeando inventé que necesitaba una blusa negra y me habían recomendado su taller. Me pasó y me ofreció un vaso con agua, yo acepté e inmediatamente me sentí amenazada al ver la cinta métrica, los alfileres, los pedazos de tela en el suelo. Hablamos del falso modelo que yo quería y hasta vimos algunas revistas, por fin apareció la blusa de mis sueños y entonces empezó la tortura, tomó unas medidas que repetía en voz alta como si yo quisiera saberlas, puso mi nombre en su libretita y me dijo que en una semana estaría lista. Una voz de hombre mayor gritaba desde el fondo de una habitación: ¡Eugenia!, ¡Eugenia!, ¡ya va a empezar tu comedia!, ¡apúrate!, Doña Eugenia (que tristemente no se llamó nunca doña Rosa), le respondió que estaba ocupada atendiendo a una clienta, que se comportara, y empezó a darme algunos datos familiares con los que yo me sentí confundida, tenía 4 hijos, ya todos casados, vivía sola con su marido pero a veces ya no lo soportaba, (y yo estuve a punto de preguntarle por su amante, ese que tenía una obsesión por el talco de bebé), y su vida transcurría entre pedazos de tela y atenciones para el hombre que juró amar y respetar todos los días de su vida hace más de 35 años.
Terminamos con lo de la blusa y me di cuenta que ese era el fin, así que me despedí sintiéndome culpable por haber entrado sin permiso en su vida y quedé de volver el próximo viernes. Ahora me doy cuenta que no sólo llevaré encima el remordimiento, sino una blusa negra que me lo recordará a cada instante.
Por fin ha elegido sus telas, las paga en efectivo y sale cargada con un par de bolsas en cada mano, lo que la hace ver aún más redondita de lo que es. A mí empieza a gustarme esto de espiar la vida de alguien más, sobre todo porque creo que doña Rosa debe tener algún amante que fantasea al verla como un polvorón al quitarle la ropa. Y me intriga pensar que ahora vamos a su departamento. Salimos de la plaza y los jarrones chinos no se detuvieron para tomar un camión; decidieron caminar. Yo la sigo como si nada, algunas de las flores del vestido de Doña Rosa ya están marchitas, quizá en ella las telas recobren una vida que yo no conocía. Sus pasos son firmes y cortos, muy rápidos para su edad, pero tal vez lleva prisa por encontrarse con ese amor carnal que devuelve la ilusión por vivir.
Avanzamos cuatro cuadras y media, ella no ha volteado hacia atrás ni una sola vez, yo me siento tranquila. Ahora se detiene en una casa del tipo “polly pocket” y con toda la confianza del mundo abre la reja y entra decididamente. Yo empiezo a sentir nervios y alcanzo a leer un letrero en la puerta: MODISTA, COSTURA DE ALTA CALIDAD, PASE UD. Yo seguí caminando con paso lento, pude haber terminado mi intento de espionaje ahí, pero una culebra de curiosidad se agitaba en mi estómago y pensé que con dos metros de seda negra en mi poder, no sería tan extraño visitar ese lugar. Regresé y toqué en la reja con una llave. Una cara amable y conocida asomó para abrirme. Era doña Rosa, me preguntó qué se me ofrecía y yo titubeando inventé que necesitaba una blusa negra y me habían recomendado su taller. Me pasó y me ofreció un vaso con agua, yo acepté e inmediatamente me sentí amenazada al ver la cinta métrica, los alfileres, los pedazos de tela en el suelo. Hablamos del falso modelo que yo quería y hasta vimos algunas revistas, por fin apareció la blusa de mis sueños y entonces empezó la tortura, tomó unas medidas que repetía en voz alta como si yo quisiera saberlas, puso mi nombre en su libretita y me dijo que en una semana estaría lista. Una voz de hombre mayor gritaba desde el fondo de una habitación: ¡Eugenia!, ¡Eugenia!, ¡ya va a empezar tu comedia!, ¡apúrate!, Doña Eugenia (que tristemente no se llamó nunca doña Rosa), le respondió que estaba ocupada atendiendo a una clienta, que se comportara, y empezó a darme algunos datos familiares con los que yo me sentí confundida, tenía 4 hijos, ya todos casados, vivía sola con su marido pero a veces ya no lo soportaba, (y yo estuve a punto de preguntarle por su amante, ese que tenía una obsesión por el talco de bebé), y su vida transcurría entre pedazos de tela y atenciones para el hombre que juró amar y respetar todos los días de su vida hace más de 35 años.
Terminamos con lo de la blusa y me di cuenta que ese era el fin, así que me despedí sintiéndome culpable por haber entrado sin permiso en su vida y quedé de volver el próximo viernes. Ahora me doy cuenta que no sólo llevaré encima el remordimiento, sino una blusa negra que me lo recordará a cada instante.
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